El reloj marcaba la tarde cuando doña Elba, de 87 años, tomó el teléfono con manos temblorosas y marcó al número de emergencias. No lo hacía por ella, sino por su hijo, de 56 años, cuya vida ha estado marcada por una enfermedad que ha mermado su movilidad, debilitando su cuerpo, pero no el lazo inquebrantable que lo une a su madre. Ambos viven en una casa del Fraccionamiento Juan Pablo II.
A pesar de su avanzada edad, doña Elba sigue siendo el sostén físico y emocional de su hijo. Sin embargo, esa tarde algo la sobrepasó: su hijo había quedado en una posición comprometida en su silla de ruedas, una postura que ponía en riesgo su bienestar, y ella no tenía la fuerza suficiente para ayudarlo.
Por eso llamó y minutos después de su llamado, una patrulla se detuvo frente a su domicilio. Los oficiales descendieron con respeto, conscientes de que no se trataba de un operativo común, sino de un acto profundamente humano. Doña Elba los recibió con una mezcla de preocupación y alivio.
Con voz entrecortada les explicó lo ocurrido. Sin dudarlo, los elementos de seguridad pública ingresaron al domicilio y asistieron con cuidado al hombre, acomodándolo correctamente en su silla de ruedas para evitarle más molestias.
Además, ayudaron a cambiarle la ropa, tarea que para su madre se había vuelto imposible ese día. Fue un gesto sencillo, pero cargado de humanidad.
Al finalizar, doña Elba no ocultó su gratitud. Con voz suave, agradeció no solo la atención de ese día, sino cada ocasión en la que —según sus propias palabras— la policía ha respondido con disposición, respeto y calidez. Para ella, que a sus 87 años sigue cuidando a su hijo como cuando era niño, esa presencia representa un respiro en medio del cansancio.
Los oficiales se despidieron y continuaron su patrullaje. Pero dejaron algo más que ayuda: dejaron la certeza de que no están solos. Porque hay apoyos que van más allá del deber. Y este fue uno de ellos.
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